Todas las tardes sacaba a pasear al pequeño Teo. Se trataba de un animal cariñoso, dócil y tranquilo. El paso de los años había pintado con algunas canas su hocico, antaño pardo y brillante, y su caminar se había tornado cansino y fatigoso.
Anochecía, y habíamos recorrido un buen trecho. El pobre animal caminaba con la boca entreabierta y las orejas caídas, anhelando su bebedero azul y su viejo cojín. Cuando mi pequeño perro se detuvo en seco frente a la vieja furgoneta que llevaba años aparcada frente a mi ventana, pensé que simplemente no podía caminar más. Me arrodillé junto a él y le revolví su lacia pelambrera, animándole a continuar hasta casa. Teo gruñía. Se trataba de un sonido casi imperceptible, grave y apagado; algo había llamado la atención de mi vieja mascota, que hacía años había dejado de perseguir gatos y moscas, optando por una vida más tranquila frente al calor de la chimenea.
- ¿Qué hay, Teo? - pregunté al perrito marrón. Por respuesta, el animal elevó el tono de su gruñido y agachó la cabeza, olfateando el suelo de forma inquieta...
La curiosidad me venció, y me aproximé a la vieja furgoneta, no sin cierta cautela. Había permanecido en el barrio durante varios años, y curiosamente, nunca me interesó... hasta aquella tarde. Guiado por una fuerza que no alcanzo a describir, así el tirador de la puerta trasera. Nunca esperé que aquella puerta estuviera abierta, pero lo estaba.
Y dentro de la vieja furgoneta, aguardaba el terror.
Teo regresó solo a casa, pero la extenuante carrera fue demasiado esfuerzo para su cansado corazón; mi madre tardó en reconocer a nuestro querido perro, antes pardo, y ahora blanco como la nieve, yaciendo muerto sobre el felpudo.
martes, septiembre 14, 2004
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