martes, octubre 26, 2004

Mi Estación (I)

Ser policía en esta ciudad es difícil. La gente no te respeta, incluso te insultan. No, no es fácil. Imaginen entonces lo duro que es para mí, que ni siquiera soy policía.
Ser guardia jurado es arriesgado, y más aún en la red de metro de Madrid; requiere ser una persona dinámica y eficaz, atrevida. Yo reconozco que no me importa utilizar la porra para imponer orden. Esta estación es mi estación, y no acepto desórdenes ni incumplimientos del reglamento.
El otro día por ejemplo, me encontré un tipo en el andén. Estaba fumando. Sí, sí, como lo oyen: fu-man-do. El tipo estaba allí, llevando aquel cigarrillo apestoso de la mano a la boca y de la boca a la mano. Aquella mano, dios ¡qué asco! con los dedos y las uñas amarillentas. Todo el mundo sabe que está terminantemente prohibido fumar aquí dentro, no solo en los vagones del tren, sino en toda la red. Y allí estaba aquel ser despreciable, exhalando el repulsivo humo de su pitillo.
No me quedó otro remedio que acercarme a él e invitarle a apagar el cigarro... ¡qué dura es mi labor!.
- Disculpe caballero, está prohibido fumar aquí – le dije yo. ¿Saben lo que respondió? El muy cabronazo respondió:
- Todo el mundo fuma aquí, ¿voy a ser yo menos que los demás? – eso es lo que el tío me respondió. Maldita sea, debí arrojarle directamente a la vía en aquel momento, pero decidí ser considerado y controlarme.
- Nadie fuma en esta estación, se lo aseguro. Por favor, apague el cigarrillo.
El tipo ni siquiera se dignó a responder. Sí, definitivamente, sólo hay un trabajo en el mundo más duro que ser policía: ser guardia jurado. Nadie te toma en serio, nadie te respeta... no se dan cuenta del poder que puedes – y debes - ejercer.
Siguió allí de pie, fumando, contaminando mi estación...
Subí con celeridad las escaleras mecánicas hasta la taquilla, y me dirigí rápidamente a mi amigo Joe, que estaba sentado tranquilamente al otro lado del cristal, leyendo el periódico y comiendo unos de esos paquetitos de gusanos gordos y anaranjados, que te dejan olor a queso por todo el día.

Caniche de Mierda (y V)

- Este es mi Curro, señora. – comenzó Tito. – Nunca verá que haga sus necesidades en mitad de la calle, ni mucho menos frente a un portal donde viven personas educadas y civilizadas. – El perro se aproximó a la temblorosa mujer y la olfateó con interés. Ella se orinó encima, abrumada por el enorme animal...
– Ya veo de dónde aprendió su caniche los malos hábitos... me da usted asco - sentenció el joven desde su silla de ruedas.
El hedor de la orina se mezcló con el amargor que escapaba de las axilas de la mujer, y con el rancio aroma de su pelo grasiento. Permanecía petrificada en mitad del salón, mirando de refilón al perro, paralizada por el terror.
- Curro... – Tito clavó su mirada en los ojos de aquella mujer sudorosa y despreciable, antes de ordenar contundentemente: - ¡Curro, mátala!
Inmediatamente el animal se avalanzó sobre aquella fuente de repugnantes olores, e hizo presa sobre su rollizo e hinchado cuello. Inicialmente Machocha chilló como un cerdo recién degollado, pero después su aullido se fue apagando lentamente, hasta extinguirse por completo en una especie de lamento. El rostro enrojeció y después se amorató. Su gruesa pierna izquierda se movió espasmódicamente en una serie de convulsiones, que dieron lugar a un terrible estertor final. Al notar la frialdad de la muerte, el perro de Tito retiró la presa del cuello inerte, y lamió la sangre que brotaba de los desgarros que provocó el brutal mordisco.
- ¡Buen chico! – exclamó Tito. – Tú si que eres un buen perro, y no ese puto caniche de mierda. El animal, al oir la felicitación de su amo, se acercó a él moviendo el rabo frenéticamente de un lado a otro, y dejó escapar un pequeño ladrido de alegría.
"Verdaderamente", pensó Tito, " aquél si que era un buen perro, no el puto caniche de Machocha".

miércoles, octubre 20, 2004

Caniche de Mierda (IV)

... Los puñetazos de Machocha resonaron en toda la casa. Eran golpes cargados de odio y violencia, de ira y maldad.
- ¡Adelante señora! – gritó Tito desde el salón. - ¡La puerta está abierta!.
Inmediatamente se escuchó el crujido de las bisagras, y los pasos de Machocha, que avanzaba por el pasillo como un toro, golpeando adornos, puertas y paredes con saña. Finalmente, la odiosa mujer entró en el salón donde Tito aguardaba tranquilo.
- ¡Aquí estás, cerdo asesino! – gritó ella. – Vas a pagar por lo que le has hecho a mi Curro. Te voy a arrancar la piel a tiras, maldito hijo de ...
- ¡Cállate cerda! – interrumpió Tito con tono autoritario – Tú no me vas a hacer nada, ni a mí ni a nadie. Eres la escoria de la sociedad. Tú y tu caniche de mierda habéis hecho de mi vida un infierno apestado. Pero eso se acabó. Primero el perro, luego la dueña...
- ¿Qué dices? ¿No te das cuenta de que estás postrado en esa mierda de silla? ¿Tú que no vales ni para ir al servicio solo, pretendes amenazarme a mí? Te voy a...
- ¡He dicho que te calles, zorra! – gritó Tito enfurecido. - ¡Curro, ven aquí! – ordenó Tito. Al instante, en algún lugar de la casa, se escuchó un gruñido gutural, seguido de unos pasos pesados que se aproximaron al salón precedidos por un halo de terror.Por el umbral de la puerta asomó una enorme cabezota negra. Se trataba de un perro de enorme tamaño, del cual era imposible definir su raza. Tenía los ojos pequeños y rojos, situados en la parte frontal de la cabeza, como sucede en los grandes depredadores. Las orejas puntiagudas recordaban a los cuernos de un demonio, y permanecían erguidas, atentas a la voz de su amo. Por su poderosa mandíbula entreabierta asomaba una terrible colección de puntiagudos dientes, blancos como la nieve. Cuando el animal entró al salón, Machocha pudo apreciar la potencia de sus músculos, y quedó paralizada por su imponente presencia. Tembló irremediablemente cuando se dió cuenta de lo fácilmente que había caído en aquella trampa.