- ¡Dame la cartera, vieja! – grité a la ancianita cuando salía del banco. Ella se echó a llorar y pidió socorro al borde de la histeria, pero nadie le iba a ayudar, porque ella era solo una vieja, y yo un drogadicto con una navaja oxidada y repulsiva.
Como la ancianita no tenía intención de soltar el monedero, me vi obligado a darle un navajazo en el cuello… ¡vaya cómo chillaba! La sangre siempre ayuda en este tipo de tareas en las que la violencia es esencial, y os puedo jurar que salió mucha sangre de ese cuello arrugado. Finalmente, la mujer soltó el monedero, y me adueñé de los trescientos euros de pensión que acababa de sacar del banco. No era mucho, lo justo para aguantar un par de días sin el maldito mono. Me apetecía un montón ponerme un buen pico.
De camino a las chabolas volví a vomitar. Últimamente me pasaba con relativa frecuencia, pero me daba igual, siempre que hubiera caballo para olvidar el sabor metálico de la sangre en mi boca.
Os preguntaréis por qué me pongo, por qué me pincho… ¿pensáis que tengo una triste historia a mis espaldas?, ¿que me enganché por un amor no correspondido, o porque mi puto padre me pegaba? Pues no. Me pincho porque sí … Empecé con la coca, era la ostia, viviendo a tope con mis coleguis molones, tirando de farlopa día y noche. Pero luego se acabó la pasta, y descubrí el jaco, caballo, heroína, como lo quieras llamar, gilipollas. Y vendí mi scooter y mi chupa Chevignon, para comprar más. Y vendí mi videoconsola, y la minicadena de mis padres, y compré más.
Jeje, cuando me quise dar cuenta tenía las venas negras como la boca de un lobo, me he pinchado hasta en la polla, cabrones… vaya, casi sin darme cuenta, y ya estamos aquí; es lo que tiene el caballo, se te pasa el tiempo volando. Se te pasa la vida, volando.
Las chabolas engañan mucho. Tras esas paredes de mierda, viven los traficantes a todo lujo… yo he visto jacuzzis y televisores como pantallas de cine tras esas puertas. Pero la chabola de hoy no es de las mejores, aunque sí de las baratas. Seguro que este polvo marrón que me pasa el camello tiene de todo, coca, ladrillo rayado, quizá algo de anfeta… y heroína, cómo no. Me da rabia no poder pincharme aquí mismo, pero las normas son las normas: nada de picarse dentro.Así que me salgo fuera con la papelina en una mano y la jeringa en la otra. Yo creo que no la cambio desde hace un par de años, cuando me pegaron el SIDA. Ya paso de buscarme venas en el brazo, es tontería, así que enfilo la pierna como un campeón. Agua destilada, amoniaco, una cucharilla requemada, una goma, todo para dentro, todo para mí. El corazón se me acelera de golpe, ¡menudo subidón!… aunque intente mantener abiertos los ojos, se me cierran, pesan plomo, y acabo cediendo al placentero orgasmo de la heroína. ¿Creías que los yonkis sidosos como yo no podíamos ser felices? Pues mírame. Mira como me quedo tirado, rebozado en polvo y mierda, entre chabolas inmundas y traficantes. Mírame morir, hijo de puta. Mírame morir.
viernes, abril 08, 2005
viernes, abril 01, 2005
Mi Estación (y III)
...
Antes de comenzar, avisé a Joe por el intercomunicador para que bajara cuanto antes a limpiar la sangre que aquel estúpido había esparcido por todo el suelo. Después, pisé repetidas veces la fractura abierta de aquel criminal fumador, hasta que casi se desvaneció. El maldito no dejaba de chillar, de modo que me vi obligado a amordazarle; por desgracia no había nada que sirviera por allí cerca. Maldita sea, tuve que cortarle la mano, y metérsela en la boca sanguinolenta. ¿Han cortado ustedes alguna vez una pata de cordero? Pues cortar la mano de un infractor es igual, el hueso cuesta mucho, de modo que opté por cortar la carne con una pequeña sierra, y luego romper el hueso a golpes con mi porra. El tío se calló por fin, y en lugar de gritar comenzó a resoplar con los ojos saliendo de sus órbitas. Era repugnante, así que decidí acabar con el asunto, y le golpeé en la cabeza hasta que murió. Algunos pequeños fragmentos de su cerebro salpicaron la pared, pero los pude limpiar fácilmente. Maggie y Bronson siempre me lo repiten: “Bastante tenemos que llevarnos a esta escoria cada noche, como para que encima dejes perdido el cuartito”, eso me dicen. No me gusta que mis amigos se enfaden conmigo. Como de costumbre, cogí la cartera del tío. También llevaba un par de chicles de menta en el bolsillo, algo normal entre los fumadores como él.
Antes de salir del cuartito, metí el brazo inerte de aquel desgraciado en un cubo, para que la sangre chorreara dentro. Apagué la luz, y volví al anden nuevamente. El tren había abandonado ya la estación, y una mujer morena y la que debía ser su hija me miraron con atención, para luego aproximarse decididas hacia mí. Así con fuerza mi porra, posiblemente habían visto la sangre en el suelo antes de que Joe la limpiara, y tendría que silenciarlas. Cuando por fin estuvieron frente a mí, la mujer preguntó educadamente:
- Disculpe señor, ¿para llegar a la estación de autobús? Me han dicho que queda por aquí cerca...
La verdad, mi trabajo también ofrece satisfacciones. Me gusta servir a mi comunidad, y mantener el orden en mi estación. Con una radiante sonrisa respondí:
- Por supuesto, señora. Suba hasta la taquilla y gire a la derecha. Tome la escalera que sube y verá la estación justo al otro lado de la calle. ¡Ah! Y tenga usted cuidado, uno de los escalones tiene una pequeña fisura; no vaya a tropezar.
Después me agaché y le di uno de los chicles del fumador a la niña.
- Esto es para ti pequeña – le dije al tiempo que le revolvía los suaves cabellos.
- Muchas gracias señor – dijo la madre con total sinceridad, tirando suavemente de la mano de la niña, que mascaba con avidez el chicle. Suspiré profundamente, con la satisfacción del deber cumplido, y me dirigí tras la señora, hacia la taquilla. Joe podía conectar nuevamente el sistema de grabación.
- ¡Qué caballero tan amable! ¿Verdad hija mía? – oí a la madre decir mientras salían de mi estación.
Antes de comenzar, avisé a Joe por el intercomunicador para que bajara cuanto antes a limpiar la sangre que aquel estúpido había esparcido por todo el suelo. Después, pisé repetidas veces la fractura abierta de aquel criminal fumador, hasta que casi se desvaneció. El maldito no dejaba de chillar, de modo que me vi obligado a amordazarle; por desgracia no había nada que sirviera por allí cerca. Maldita sea, tuve que cortarle la mano, y metérsela en la boca sanguinolenta. ¿Han cortado ustedes alguna vez una pata de cordero? Pues cortar la mano de un infractor es igual, el hueso cuesta mucho, de modo que opté por cortar la carne con una pequeña sierra, y luego romper el hueso a golpes con mi porra. El tío se calló por fin, y en lugar de gritar comenzó a resoplar con los ojos saliendo de sus órbitas. Era repugnante, así que decidí acabar con el asunto, y le golpeé en la cabeza hasta que murió. Algunos pequeños fragmentos de su cerebro salpicaron la pared, pero los pude limpiar fácilmente. Maggie y Bronson siempre me lo repiten: “Bastante tenemos que llevarnos a esta escoria cada noche, como para que encima dejes perdido el cuartito”, eso me dicen. No me gusta que mis amigos se enfaden conmigo. Como de costumbre, cogí la cartera del tío. También llevaba un par de chicles de menta en el bolsillo, algo normal entre los fumadores como él.
Antes de salir del cuartito, metí el brazo inerte de aquel desgraciado en un cubo, para que la sangre chorreara dentro. Apagué la luz, y volví al anden nuevamente. El tren había abandonado ya la estación, y una mujer morena y la que debía ser su hija me miraron con atención, para luego aproximarse decididas hacia mí. Así con fuerza mi porra, posiblemente habían visto la sangre en el suelo antes de que Joe la limpiara, y tendría que silenciarlas. Cuando por fin estuvieron frente a mí, la mujer preguntó educadamente:
- Disculpe señor, ¿para llegar a la estación de autobús? Me han dicho que queda por aquí cerca...
La verdad, mi trabajo también ofrece satisfacciones. Me gusta servir a mi comunidad, y mantener el orden en mi estación. Con una radiante sonrisa respondí:
- Por supuesto, señora. Suba hasta la taquilla y gire a la derecha. Tome la escalera que sube y verá la estación justo al otro lado de la calle. ¡Ah! Y tenga usted cuidado, uno de los escalones tiene una pequeña fisura; no vaya a tropezar.
Después me agaché y le di uno de los chicles del fumador a la niña.
- Esto es para ti pequeña – le dije al tiempo que le revolvía los suaves cabellos.
- Muchas gracias señor – dijo la madre con total sinceridad, tirando suavemente de la mano de la niña, que mascaba con avidez el chicle. Suspiré profundamente, con la satisfacción del deber cumplido, y me dirigí tras la señora, hacia la taquilla. Joe podía conectar nuevamente el sistema de grabación.
- ¡Qué caballero tan amable! ¿Verdad hija mía? – oí a la madre decir mientras salían de mi estación.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)