martes, septiembre 28, 2004

Caniche de Mierda (III)

... Con la precisión y destreza que otorga el uso continuo de los brazos, Tito impulsó el globo y observó la caída del mismo. Alcanzó su blanco plenamente: la goma azul reventó sobre el caniche Curro, que se encontraba ensimismado olfateando y lamiendo su propia deposición, derramándose sobre él el líquido contenido. El perro brincó y soltó un ladrido de sorpresa. Como no, la dueña corrió hacia el empapado animal exclamando maldiciones, y lo recogió del suelo.
- ¿Qué te han hecho, chiquitín mío? – preguntó Machocha con cariño. Pronto lo descubrió. El potentísimo ácido que contenía el globo comenzó a abrasar al caniche, que chilló con horror a medida que su pelaje amarillento se desprendía de su cuerpo junto con su piel maloliente. Los ojos, el hocico y los oídos también habían sido alcanzados por el líquido, acrecentando más aún el terrible dolor.
- ¡Ayyy madre mía! – chilló Machocha, cuyas manos se abrasaron instantes después de sujetar al animal - ¡Ayyy que me lo matan! ¿Quién ha sido el cabronazooo? ¿Quién?.
La mujer chillaba mirando a uno y otro lado de la calle, sosteniendo el perro abrasado entre sus manos hinchadas y rollizas. El animal ya no se movía. Tras perforar sus tímpanos y oídos, el ácido dañó el cerebro; además, el vapor tóxico, una vez inhalado, resultó letal y definitivo para aquel caniche de mierda.
- ¡Aquí señora! – saludó Tito desde su ventana, moviendo la mano a uno y otro lado. - ¿Qué le ha sucedido a Currito?, parece que se encuentra mal... – continuó diciendo entre sonoras carcajadas. La venganza aún no se había consumado, pero iba por buen camino.
- ¡Te mataré, paralítico! – amenazó ella iracunda, señalándole con el dedo índice. - ¡Espérame en ese cuchitril que tienes por casa, si tienes cojones! – gritó la obesa mujer mientras atravesaba el portal de Tito. Al entrar, pisó los excrementos de su fallecida mascota, y resbaló precipitándose con estruendo contra el suelo. Su espalda y trasero quedaron embadurnados de la mierda más reciente depositada por Curro. Inmediatamente se incorporó y desapareció de la vista de Tito, que reía casi convulsivamente ante el terrible enfado de la mujer que en aquellos momentos subía en el ascensor, directa a su hogar.

jueves, septiembre 23, 2004

Caniche de Mierda (II)

... Y de ese modo, día tras día, Tito llegaba al portal de su casa, e inevitablemente aplastaba con las ruedas de su silla una o dos porciones de mierda más o menos seca. Un día se quejó a la odiosa mujer, cuando se topó con ella y con su caniche defecando en la puerta del portal, con el lomo arquedo y dando un pequeño paseo circular mientras las piezas de excremento caían en un goteo infinito. Lejos de disuadirla, ella se mofó de su minusvalía.
- ¡Cállate, paralítico de mierda! – le gritó ella iracunda - ¡No te atrevas a hablar mal de mi Currito!. – El perro acompañaba a los chillidos de su dueña con estridentes ladridos. Incluso le mordió un par de veces las piernas paralizadas y por suerte insensibles. Antes de seguir con su paseo, Machocha asestó un par de sonoras bofetadas al desgraciado Tito. Nadie le ayudó.
De este modo transcurrían los días para él. Cada noche dedicaba largo rato a limpiar las ruedas de su silla, retirando cuidadosamente los tropezones de mierda de Curro. Con suerte, conseguía evitar los excrementos, pero la mayoría de las veces el olor repulsivo le escoltaba en su tránsito diario.
Y allí estaba Tito ahora, asomado a su ventana, estudiando atento el paseo de Machocha y las idas y venidas de Curro, que orbitaba alrededor de su dueña como un satélite de basura y putrefacción. El perro olisqueó con interés el suelo y se colocó en posición, listo para expulsar sus heces frente al portal. Con sumo cuidado, Tito tomó entre sus manos un globo azul. Se trataba de uno de esos globos para fiestas, que se llenan con helio y se entregan a los niños; pero en esta ocasión, el globo no contenía gas...

lunes, septiembre 20, 2004

Caniche de Mierda (I)

“Caniche de mierda”, pensó Tito mientras observaba con atención desde su ventana. Abajo, en la calle, la vieja Machocha paseaba con su perro. Se trataba de un ser detestable que rivalizaba con su dueña en fealdad y pestilencia. De raza caniche y color blancuzco amarillento, no debía pesar más de siete u ocho kilos. Tenía los ojos pequeños y maliciosos, semiocultos tras unos mechones rizados de pelo; el rabo cortado permitía apreciar el cerco marrón de excrementos que le rodeaba el horrendo ano. Aquel animal repulsivo atendía al odioso nombre de “Curro”. Su propietaria no quedaba atrás: una mujer extremadamente obesa, cercana a los cuarenta y con el cabello muy corto y rojizo, grasiento y con residuos de todo tipo.
Cada mañana, Machocha y Curro salían a pasear su olor repulsivo por la calle de Tito. Desde la ventana, él solía observarles. El perro siempre iba sin correa, olisqueando aquí, orinando allá... pero siempre, siempre defecaba frente a la casa de Tito; aquellos pequeños pegotitos de mierda blanda y marrón se acumulaban mañana tras mañana en el portal.
Puede que a una persona normal esto le supusiera una molestia, aquel brinco inevitable para esquivar los malolientes excrementos al entrar y salir del portal. Pero para Tito era un tormento, porque él no podría saltar nunca, a no ser que alguien inventase una silla de ruedas con muelles o algún otro tipo de resorte.
Y es que la vida de Tito no era ni mucho menos sencilla. Cada mañana se levantaba y acudía al taller donde confeccionaba pequeñas piezas de bisutería; era el trabajo que el Ayuntamiento le había conseguido tras el accidente. Siempre pensaba, al entrar al taller, lo paradójico que resultaba que aquel ingeniero industrial de veintiocho años hubiera terminado así, fabricando collares baratos por tres euros la hora para señoras de mierda con caniches de mierda, como Machocha.
contiuará...

martes, septiembre 14, 2004

Uno, dos

La mirada perdida y vacía, los ojos vidriosos; el paso cansino - uno, dos, uno, dos - que le guía calle abajo. Los brazos cuelgan a los lados del cuerpo, inertes. Solamente el puño derecho, rígido como una piedra, asiendo con férrea brutalidad el mango del cuchillo.
Un mechón de pelo negro y sudado descansa entre sus ojos balanceándose con cada paso a derecha e izquierda. Lo aparta con pereza con su mano izquierda, enganchándolo tras la oreja enrojecida. El cuchillo no mide más de treinta centímetros, pero pesa una tonelada. El asfalto se inclina, y cada paso cuesta más que el anterior. Uno, dos, uno, dos. "No la mates", le advierte una voz en su interior, pero él aprieta los dientes y acelera el paso. El cuchillo pesa aún más. La voz en su cabeza grita, pero ya es tarde. El portal se aproxima, tan negro como su conciencia podrida.
"No la mates".
La escalera oculta el tercer piso tras una serie infinita de escalones polvorientos - uno, dos, uno, dos - pero él los recorre uno a uno, y lentamente todos quedan atrás. El cuchillo ríe entre los dedos agarrotados. Finalmente, llama a la puerta mientras ahoga la voz suplicante - no la mates - y oculta el cuchillo, esperando. Ella es morena y liviana, y tiene la piel blanca. Su vestido flota en torno a su cintura y sus manos suaves vuelan, pero no pueden detener el cuchillo. Uno, dos, uno, dos... la hoja afilada entra y sale de la carne con tanta facilidad que asusta. Cayó muerta al suelo teñido de cálida sangre y ni siquiera pudo gritar.

El Pequeño Teo

Todas las tardes sacaba a pasear al pequeño Teo. Se trataba de un animal cariñoso, dócil y tranquilo. El paso de los años había pintado con algunas canas su hocico, antaño pardo y brillante, y su caminar se había tornado cansino y fatigoso.
Anochecía, y habíamos recorrido un buen trecho. El pobre animal caminaba con la boca entreabierta y las orejas caídas, anhelando su bebedero azul y su viejo cojín. Cuando mi pequeño perro se detuvo en seco frente a la vieja furgoneta que llevaba años aparcada frente a mi ventana, pensé que simplemente no podía caminar más. Me arrodillé junto a él y le revolví su lacia pelambrera, animándole a continuar hasta casa. Teo gruñía. Se trataba de un sonido casi imperceptible, grave y apagado; algo había llamado la atención de mi vieja mascota, que hacía años había dejado de perseguir gatos y moscas, optando por una vida más tranquila frente al calor de la chimenea.
- ¿Qué hay, Teo? - pregunté al perrito marrón. Por respuesta, el animal elevó el tono de su gruñido y agachó la cabeza, olfateando el suelo de forma inquieta...
La curiosidad me venció, y me aproximé a la vieja furgoneta, no sin cierta cautela. Había permanecido en el barrio durante varios años, y curiosamente, nunca me interesó... hasta aquella tarde. Guiado por una fuerza que no alcanzo a describir, así el tirador de la puerta trasera. Nunca esperé que aquella puerta estuviera abierta, pero lo estaba.
Y dentro de la vieja furgoneta, aguardaba el terror.
Teo regresó solo a casa, pero la extenuante carrera fue demasiado esfuerzo para su cansado corazón; mi madre tardó en reconocer a nuestro querido perro, antes pardo, y ahora blanco como la nieve, yaciendo muerto sobre el felpudo.